El jueves 16 de abril de 1987 un rambo del subdesarrollo se embadurnó
la cara con betún, ennegreciéndola para que quedara al tono de sus propósitos,
y se lanzó a reivindicar el pasado más oscurantista de la historia argentina.
El entonces teniente coronel Aldo Rico aparecía en la escena política nacional
para reclamar un cese en los juicios que se seguían por entonces contra los
militares acusados de genocidio durante la dictadura de 1976-1983. La sedición carapintada
contó con el apoyo de veinte capitanes de la Escuela Superior de Guerra, quince
oficiales retirados, ciento cincuenta hombres de la Compañía de Comandos de
Campo de Mayo, varios oficiales de la base de la Armada en Puerto Belgrano, el
Batallón de Aviación del Ejército, diez regimientos del Quinto Cuerpo de
Ejército, casi todas las unidades de los cuerpos de Ejército Segundo y Cuarto,
amén de toda la comparsa civil que habitualmente rodeaba esta clase de
pronunciamientos militares en la historia argentina. El principal poderío
bélico de los uniformados argentinos estaba resueltamente del lado de los facciosos.
Quizá Rico había emprendido su “cruzada” sólo con el objeto de
reclamar un cese de los juicios a los militares acusados por delitos de lesa
humanidad, pero posiblemente el encontrarse con tal caluroso apoyo dentro de
las Fuerzas Armadas alimentó en él la idea de lanzarse a aventuras mayores.
El entonces presidente Raúl Alfonsín sólo conservaba las formas de comandante
en jefe de las Fuerzas Armadas, porque en los hechos los uniformados se negaban
a reprimir a los amotinados. Cuando el presidente ordenó al general Ernesto Alais
que movilizase sus tropas para enfrentar a los sublevados, el militar contestó
“la oficialidad está con Rico, no me dan bola”. Toda la denominada “clase
política” se manifestaba incapaz de detener a los insurrectos. Así pues, la
Semana poco Santa de 1987 se inició con la inquietante constatación de que el
poder político se hallaba inerme frente al poder de las armas.
Pero fue entonces cuando un inesperado actor social se agregó al drama:
el pueblo argentino en las calles. Desde el viernes 17 de abril fueron
congregándose frente a Campo de Mayo importantes columnas populares, resueltas
a enfrentar la prepotencia de los riquistas. Hasta el domingo continuaron
sumándose miles y miles de trabajadores, obreros, estudiantes y amas de casa,
quienes mediante una inquebrantable vigilia evidenciaron que el rechazo a la
sedición era mayoritario entre los argentinos. Ante Campo de Mayo, la muchedumbre
voceaba consignas como “basta de milicos”, “si se atreven les quemamos los cuarteles”,
entre otras.
La movilización popular de abril de 1987 se convirtió así en una de
las puebladas más importantes de los años ’80 del siglo XX. Aunque se
sucedieron asambleas y actos para encauzar la respuesta popular a Campo de
Mayo, la espontaneidad fue preponderante. El pueblo se movilizó teniendo como objetivos
primordiales el repudio al golpismo militar, la defensa de la democracia, y el
rechazo a las negociaciones que el gobierno alfonsinista llevaba adelante para
lograr una “salida decorosa” a la crisis. En algún fugaz momento, pareció que la
movilización podría desembocar en un movimiento más amplio, lo que finalmente
no sucedió, aunque alcanzó para ponerle algunos límites a la asonada militar.
La creciente agitación popular fue una desagradable sorpresa para el
rambo carapintada. El desafiante comando perdió rápidamente su falsa calma. Un
órgano de prensa afirmó que “cuando Rico se anotició de la concentración
convocada por la CGT para el lunes 20, se puso furioso”. La repulsa popular era
una situación que no esperaba y que temía profundamente, porque entendía que el
pueblo en las calles significaba un duro revés para sus proyectos. No por
casualidad el alzamiento había sido preparado teniendo en cuenta el feriado
largo de semana santa, que dificultaría cualquier concentración popular.
La contundencia de la pueblada antimilitarista provocó varias reacciones
de alarma. La embajada estadounidense en Argentina llegó a alertar sobre la
posibilidad de que las masas tomaran por asalto los cuarteles insurrectos. La
derecha nacional, a través de las páginas del matutino “La Nación”, expresaba
sus temores de que se desencadenara una auténtica guerra civil. El ingeniero
Alvaro Alsogaray, también emblema de la tradicional derecha argentina, abogaba
porque fueran los “resortes institucionales” y no las masas las que resolvieran
el problema.
Así, la movilización popular tomó por sorpresa a todos los actores
políticos y resultó una novedad en la historia argentina. Si hasta entonces los
golpes y pronunciamientos militares habían transcurrido en medio de una
indiferencia casi total, la intentona de 1987 fue enfrentada resueltamente por
las masas en las calles.
El alzamiento de la semana poco santa terminó como los lectores
seguramente saben, y acá no se está haciendo una crónica de lo sucedido. Interesan,
en cambio, las consecuencias políticas de lo que pasó. Y la más significativa fue
el cambio de táctica que la ultraderecha militarista de Rico y asociados se vio
obligada a implementar a partir de entonces. Conviene detenerse un poco en esta
cuestión.
La movilización popular vino a demostrar a los líderes carapintadas
que los alzamientos militares no gozaban de consenso entre la ciudadanía. Si
antaño la “salida militar” había sido vista con aprobación, indiferencia o
resignación por el pueblo, al punto de transformarse en una “solución” posible
y hasta aceptable en el marco de las reglas de juego de la política argentina,
en 1987 cualquier planteo militar golpista había perdido toda legitimidad. Lo
que antes era tolerado, aceptado, y en algunos casos aplaudido, para entonces era
enfrentado y repudiado con vehemencia.
Aunque los carapintadas consiguieron torcerle el brazo a Alfonsín en
las “negociaciones”, la masiva presencia popular en calles y plazas les dejó en
claro que el camino del golpismo se había tornado un callejón sin salida. Dicho
de otro modo, la dinámica de la movilización popular, como novedad, establecía
un límite a la política de la ultraderecha militarista en ese momento. Entonces,
como la competencia electoral se había convertido en la única competencia
posible, el ingreso y la permanencia en el terreno de la batalla política
suponía el arbitraje de las urnas. De modo que la conversión en partido
político devenía, para esa ultraderecha, en condición misma de su existencia. Más
resumido: era preciso cambiar de táctica.
Y tal cambio se evidenció en la fundación del Movimiento por la
Dignidad y la Independencia Nacional, MODIN, en 1988. El motín se convirtió en MODIN.
Con este instrumento político, la ultraderecha militar encontró un excelente
canal para llegar a oídos del pueblo. Si con su intentona de la semana poco santa
Aldo Rico había aparecido ante la consideración popular como un fascineroso golpista,
como líder del MODIN logró presentarse como un valiente ex militar, veterano de
la guerra de Malvinas, que se dirigía a los marginados que producía la
aplanadora neoliberal del menemismo. Bajo la salvadora y oportuna fachada de un
partido que competía legalmente en elecciones, la ultraderecha encontró una extraordinaria
caja de resonancia para captar adeptos a su causa. El neoliberalismo menemista,
con su secuela de desempleo, pobreza y marginalidad, habría de proporcionar un
excelente caldo de cultivo para el crecimiento de la nueva formación política.
Como líder del MODIN, Aldo Rico cosechó más adhesiones populares que
como líder de la banda carapintada. Conviene recordar que logró ser diputado
nacional, convencional constituyente, intendente y concejal de la ciudad donde
residía, y todo ello mediante el voto popular. Justo es reconocerle la
perspicacia de haber interpretado el cambio de época que vivía y variar su táctica
en función del nuevo escenario. Por cierto, el ex carapintada jamás abandonó
sus consignas ultraderechistas, sólo las recubrió de la legitimidad que las
condiciones políticas del momento exigían.
De modo entonces que la Semana poco Santa de 1987 habría de deparar
importantes novedades para la política argentina. La primera fue la respuesta
popular al golpismo militar. La segunda, como derivación de la primera, la
reconversión del golpismo militar en partido político. La lectura que acá se ha
postulado, aún cuando perfectible, intenta ser superadora del anecdótico
“Felices Pascuas” que Alfonsín jamás pronunció.