La marcha del 24 no empezó a las
19.30, la hora de la convocatoria en Paraná, en la plaza Sáenz
Peña. No podría decir exactamente cuándo empezó, pero seguro fue
mucho antes; incluso antes del jueves 24 de marzo. Empezó tal vez
con los preparativos de la Multisectorial de Derechos Humanos, en
febrero, con las primeras reuniones organizativas. Siguió durante
todo el Mes de la Memoria, con charlas en las escuelas, las
universidades, los sindicatos; obras teatrales; presentaciones de
libros; muestras artísticas e históricas sobre los años del
terrorismo de Estado; proyección de películas y cortos
documentales; paneles, charlas, homenajes y actividades de todo tipo
que se extendieron por la provincia. Siguió las noches previas con
las pegatinas de afiches de convocatoria y la colocación de
pasacalles con las consignas históricas del movimiento de derechos
humanos, hasta el amanecer del jueves, que tuvo sol y tuvo mística.
De la terraza de una casa militante,
increíblemente céntrica, salían sonidos de redoblantes y voces
jóvenes que cantaban. Los taxistas y los caminantes miraban para
arriba buscando descubrir de dónde provenía ese festejo. En la
terraza había un círculo de diez metros de diámetro formado por
estudiantes universitarios ansiosos por salir a marchar, que
debatían, arengaban, se escuchaban y cantaban recordando a los
treinta mil.
A dos cuadras de ahí, en la sede de
una agrupación política, se preparaba un balde repleto de engrudo
para retomar la costumbre del escrache. En otro punto de la ciudad se
cargaban las pancartas con los rostros y los nombres de los
desaparecidos entrerrianos y en Entre Ríos. En otra casa se imprimía
un documento que tenía la adhesión de más de 40 organizaciones y
todavía faltaban incorporarse algunas más. En otro lugar,
intérpretes de lengua de señas practicaban la traducción de ese
documento al idioma de los sordos. Músicos ensayaban para el
festival popular que cerraría el acto. Ciudadanos independientes
llenaban el mate y aprontaban la mochila. Artistas apilaban pañuelos
blancos para repartir, mientras militantes hacían lo mismo con los
pañuelos verdes de la Campaña por el Derecho al Aborto Legal,
Seguro y Gratuito. Algunos sobrevivientes del terrorismo de Estado,
víctimas y familiares se juntaban para ir a la plaza en grupo. Otros
preferían ir solos. Y las madres a las que ya les cuesta caminar
decidían permanecer en la intimidad de sus casas, soportando puertas
adentro el dolor que la fecha les imprime en las entrañas.
Así de a poco se fue haciendo la hora
y la plaza donde se levanta el monumento de Amanda Mayor empezó a
recibir a la diversidad de caminantes. Es que la marcha, si siempre
es convocante, esta vez lo era más por el número redondo de los 40
años y la natural necesidad de hacer balance, volver a recordar el
camino transitado, renovar fuerzas para emprender la ruta hacia el
futuro. Igual que una persona que cumple 40 años y, sin que se lo
proponga, aunque se esfuerce por no hacerlo, más tarde o más
temprano se pondrá a repasar lo vivido y proyectar, si puede, lo por
vivir.
Por eso la marcha tuvo las pancartas y
las banderas de siempre, las frases de siempre contra los genocidas,
contra el silencio de la iglesia, las promesas de ir a buscarlos
adonde vayan como a los nazis, el reclamo de justicia en alto. Pero
también tuvo algo de esa reflexión propia de las cuatro décadas
presente en carteles escritos a mano, en el escrache en la vereda del
Juzgado federal para denunciar la complicidad del juez Leandro Ríos,
en las consignas que proclamaban la necesidad de defender los
derechos conquistados y las que exhibían los derechos que siguen
vulnerados.
Sobre las cabezas de los que marchaban
sobrevolaban los juicios de lesa humanidad que llevaron reparación a
víctimas y familiares y los juicios que todavía están pendientes;
los represores que pagan sus culpas en las cárceles y los que siguen
libres, prófugos o en la comodidad de sus casas con ornamentos
militares; los responsables que no vestían uniformes castrenses,
pero sí trajes caros de empresarios o jueces, o chalecos de médicos
o sotanas oscuras, y que todavía no rindieron cuentas; los 119
nietos restituidos y los 400 hombres y mujeres que viven pensando que
son quienes no son; los desaparecidos que volvieron de las fosas
comunes y los miles que todavía esperan que los encontremos; las
víctimas de la represión de las fuerzas de seguridad que no se
enteraron que la dictadura acabó hace rato y siguen deteniendo sin
causa, torturando en comisarías, tirando balas en manifestaciones;
los Gómez y Basualdo, los Gorosito, los Romina, Eloísa y José
Daniel; los que son perseguidos por sus ideas, por su género, por su
condición social y económica, por su gorrita y sus pantalanos
anchos, por lo que fuman, por lo que deciden para su cuerpo, por su
cara, por su piel. Sobre las cabezas aleteaban los buitres que
quieren comerse la carne de los pueblos y para eso necesitan que
estén moribundos. Planeaban los cóndores ansiosos por volver
coordinar los golpes duros o blandos en América latina. Como drones
se movían los que con otro ropaje están de regreso: el imperialismo
del Acuerdo Trans Pacifico, las auditorías del Fondo Monetario
Internacional, los Obama, los Macri, los Massot, los Blaquier, los
que endiosan al ajuste y la exclusión.



La movilización, como en los últimos
años, como se sabe, se bifurcó en su último tramo. Un grupo fue a
Casa de Gobierno y la marcha histórica del movimiento de derechos
humanos tuvo si cierre con el tradicional acto en la plaza Alvear,
junto a la placa que recuerda a los desaparecidos. A esa plaza
llegaron las pancartas con cientos de fotos de los que no están
fisicamente pero viven en la memoria y en su nombre se reivindicaron
las luchas de ayer y de hoy, las luchas que atraviesan la historia.
Después de la lectura del documento, después de los miles de
corazones gritando ¡presentes, ahora y siempre!, la noche se
prolongó con música para ahuyentar los malos presagios.
Las primeras en subir al escenario del
festival popular fueron las mujeres de Tocá yo te sigo.
Percusionaron un rato, mientras abajo muchos hacían palmas y unos
cuantos bailaban. El segundo tema que tocaron fue un candombe, Botija
de mi país, compuesto por Rubén Rada y Eduardo Mateo y grabado en
Montevideo en el disco Opa en Vivo de 1988. Le cambiaron una
partecita de la letra, apenas un número, y así hicieron en una sola
frase la mejor crónica que se podía hacer de la marcha del 24:
Botija de mi país,
si libre quieres vivir,
no dejes de hablar con tus hermanos.
Si te quieren reprimir
júntate con treinta mil
y juntos repiqueteen las manos.
Foto principal: Nicolás Rigaudi