Se llama Aguas Dulces y es un pueblo uruguayo mojado de mar,
que antes era iluminado por las luces de los faroles y en el que la gente
sacaba agua de esos pozos que llamaban cachimbas. Es hoy un lugar donde una
calle se convierte en peatonal, donde hay unas cuantas proveedurías y unos
pocos artesanos. A las 20:30, según dice un pizarrón puesto en un bar, habrá
toque de candombe: la “cuerda” partirá desde la casa de Marcos, anuncia el
cartel.
En esta noche de luna creciente, me dicen que debo doblar en
un pasillo y entro. Pero este pasadizo no termina en la playa como casi todos
los demás, sino en un patio. Aquí hay un fuego y un árbol, y cuando mis ojos se
acostumbran a la oscuridad, veo que alrededor de las llamas hay tambores
formando un círculo anaranjado que se asemeja a una pintura primitiva. Cerrando
un segundo anillo, mujeres y hombres charlan. No son más de diez, que beben
cerveza y vigilan los instrumentos.
Cruje la fogata y cerca de su calor alguien golpea el cuero,
prueba los parches: “Sabes cuando está listo porque conoces el sonido. La
madera también influye: mientras mejor es, también lo es la calidad de la
resonancia, se vuelve más nítido y más dulce. Este es el mío, es un 'chico',
está muy bajo, pero tiene que sonar de esta manera”, me explica mientras toca
dos tambores. No le pregunto el nombre, lo noto demasiado concentrado en
templar los instrumentos. Me queda resonando la palabra “dulce”. También me
dice que en esta casa, el hogar de Marcos, funciona un taller llamado La
Kachimba, que a veces son más los que se juntan a tocar, pero que el promedio
es el de esta noche, unos 15 músicos. “Hubo veces en que llegamos al doble”,
aclara.
A metros de donde estoy parado una mujer sentada mira las
llamas. Le pido permiso para entrar a la casa y distanciarme del cuadro.
Adentro una chica con un pañuelo atado en la cabeza pellizca una focaccia
redonda de una canasta. El lugar parece una gran cocina. Cerca de otra puerta
que da al mar, un hombre cose un tambor. En la boca del instrumento florece un
cuero y el hombre lo atraviesa con la aguja. La pieza está semioscura y es
mínima la distancia entre los ojos del artesano y la punta. Saco unas fotos,
pero trato de interrumpir lo menos posible la labor.
Busco a alguien que me explique de qué se trata este lugar y
se me acerca uno de los músicos, que pienso que quizás sea Marcos, que me
cuenta que el taller existe desde hace once años. Nos sentamos en una escalera
de madera mirando al que arregla el tambor. Se escuchan, desde el frente de la
casa, que da a la playa, los sonidos de unos tambores gordos, piano.
Su nombre es Mateo, no tiene más de treinta años, y mientras
hablamos pica con los dedos un puñado de marihuana contenido en la otra mano
hecha un cuenco: “Los más veteranos se juntaron a tocar hace unos años.
Organizaban rondas de tambores y se acercaba todo el que quería. Los pioneros
eran Los del Teorema, una barra de Montevideo que siempre venía a Aguas Dulces
y que después les fue enseñando a los demás. Ahí aparecieron Marcos, el Negro
Saralegui, entre otros. Luego, cuando organizaron talleres, aparecimos
nosotros”, dice.
Ahora Mateo se da vuelta y me muestra su remera. Tiene un
dibujo tipo stencil de un hombre con barba blanca y una boina. Tiene los ojos
entrecerrados. Es cuando me entero de que esta noche no me encontraré con
Marcos. “Estamos en esta, que es su casa, como homenaje, aunque el taller
siempre fue cambiando de lugar. Marcos Saldain daba los talleres todo el
invierno desde hacía unos años. Cuando estábamos jugando al bolo era el que nos
juntaba a todos, hacía el fuego y nos convocaba, se ponía las cosas al hombro y
las llevaba. Y tá... le dio cáncer y se murió en noviembre. Por un lado, es
como que todo está muy triste, pero, por otro, es como que nos unió”, me cuenta
y baja la cabeza. Me dice además que la idea es seguir enseñando como lo
hicieron Marcos y los primeros percusionistas.
Mateo mira hacia afuera y pide “hojillas”. Los músicos se
ríen y él se les une. Ya es la hora de salir a tocar, han pasado unos 30
minutos desde que llegué a la casa. El grupo ya desfila por el pasillo. Afuera
una chica con un micrófono arenga a unos turistas que miran un espectáculo
callejero. Así salen los músicos a la calle, los instrumentos al hombro o
colgados a la espalda, a alegrar al pueblo, con el recuerdo de Marcos Saldain,
el dueño de la casa, el que dicen que gritaba “Hoy viene el pichaje, ¡vamo los
tambores!” y que sigue movilizando La Kachimba cada noche.
Fotos: Fernando López