—Vamos a hacer una ecografía. Ponete
esta bata —propone el especialista estirando la mano hasta
alcanzármela. La tela verde apenas tapa mis partes íntimas. La
vergüenza atraviesa todo mi ser. Para qué despojarse de la ropa
interior si tiene que ver el útero, los ovarios, el cuello uterino.
Para qué si puede hacerlo con solo levantar la remera, me pregunto.
Los pensamientos vuelven, en cuestión
de segundos, hasta esa mañana de julio del ’91, a mis 16, cuando
una médica de Paraná miró los estudios y al levantar la vista
pronunció seis palabras: no vas a poder tener hijos. Fue tan
determinante su diagnóstico que desde entonces y hasta el mismo
momento de entrar por primera vez a Prefer, la clínica de
fertilización asistida, busqué argumentos para deshacerme de ese
destino. Muchos años repetí que los chicos no me gustaban, que
tenía que viajar, que debía desarrollarme en el periodismo.
Ahora, en un pequeño baño del
instituto médico de San Martín, la bata en mi mano marca que un
camino diferente comienza y que ésta es la primera de un sinfín de
ecografías transvaginales.
Corre el séptimo mes de 2007 y voy,
vamos, a buscar concebir.
La caja de Gonal es blanca. Adentro un
cartucho prellenado en jeringa y agujas. En la habitación de nuestro
departamento paranaense, él programa las 300 unidades de la hormona
foliculoestimulante humana. A él siempre le salen muy bien los
cálculos, pienso. Mi cuerpo tiembla. Dudo si el pulso acompañará
el momento exacto de acercar la pluma al bajo vientre, plegar la piel
en un rollito y presionar hasta que el líquido penetre la dermis.
Tiempo atrás, en el mismo cuarto, soy
testigo del procedimiento en un capítulo de Lost que corre, sin
sobresaltos, en el DVD. Juliet, la investigadora de Los Otros,
entrega una jeringa similar a una mujer en la isla. Su objetivo es
estudiar por qué mueren durante el embarazo, en pleno siglo XXI, en
ese lugar paradisíaco, donde desde 1970 se desarrolla la Iniciativa
Dharma. La joven cumple el ritual y se aplica la inyección en la
parte baja del ombligo.
No podría hacerlo, me digo.
Sin embargo esta mañana de marzo de
2008 estoy ahí, sentada en nuestra cama y el pinchazo no duele.
Duele el alma, saber que aunque desee tener un hijo no puedo sin
estas dosis, no puedo sin controlar el crecimiento de los folículos,
sin hacer el amor en el momento indicado.
Entonces nos abrazamos, él y yo, tan
fuerte como se puede y el estremecimiento se convierte en llanto y
las lágrimas que mojan todo.
Esta vez la fecundación in vitro es
negativa. Como los dos tratamientos anteriores. Cuando el mundo
parece devastarnos, nos prometemos no olvidar la vocación de ser
padres. Viajamos, celebramos navidades, juntamos dinero, pensamos
cómo festejar el próximo Día de la Madre.
Mayo de 2009. Pasaron cinco años desde
que él y yo nos dedicamos nuestro primer beso, nuestro primer
abrazo, nuestra primera noche. Faltan dos horas para encontrarnos con
el equipo médico. Rezo, como hace muchos años no lo hago, al Padre
Pío de Pietrelcina. Dicen que es milagroso y en esta oportunidad
elijo creer. Me acuesto en una camilla, algo angosta, fría. Una vez
más la bata, el lazo que cruza por detrás de la cintura, las
piernas abiertas en posición ginecológica, el espéculo, la bióloga
que se acerca, el catéter que ingresa por la vagina: pronto los dos
embriones están en mi útero. Las lágrimas no piden permiso, los
médicos celebran susurrando como si en ese mismo instante se
produjera el milagro de la vida. Afuera, mi suegro espera con una
sonrisa y acerca mi cuerpo contra su pecho. El aire es cálido, el
mediodía invita un sandwich, la espera del resultado parecerá
eterna.
El sobre se escabulle entre mis manos
más de 15 días después. Leo, sin entender, subbeta cuantitativa
82,1 mUI/ml. Es 11 de junio, la tarde cae en todo el país y la voz
de Gustavo busca perderse en el celular. Nos separan casi 500
kilómetros pero el grito de mi ginecólogo no deja lugar a dudas:
estás embarazada. Entonces no hay palabras, el cuerpo es el que
habla, transpira, se agita, se entrega a la dulzura de la espera. Mis
órganos infértiles, portadores de Síndrome de Kallman, le ganan
una batalla al diagnóstico irreversible de la Medicina. Voy a ser
mamá, a pesar de todo.
Este texto recibió una mención en
el concurso de crónica breve convocado por Comunidad Anfibia con
motivo del Día de la Madre.
Foto: americanpregnancy.org