Imaginaba a Beto como un flaco que
usaba el pelo lacio y largo, anteojos redonditos, pantalones Oxford,
la camisa a cuadros afuera del pantalón. Llevaba una guitarra
enfundada colgada de un hombro. Sus palabras eran versos. Su estilo
era la paz.
Ese Beto imaginario había nacido de
una creatividad inmortal. Había adornado su habitáculo con
estampitas, banderines, fotos, plantas. Y usaba un poderoso anillo
que lo protegía de los peligros.
Pero Beto, en realidad, no era eso. Ni
siquiera manejaba un colectivo, ni una nave espacial, aunque es
cierto que viajaba por la galaxia del hombre. No tenía malvones en
su cabina que regar, pero sí cuidaba con esmero sus pocas
pertenencias realmente importantes.
Cuando lo conocí comprobé que no era
casi nada de lo que pensaba: no era un astronauta de la década del
70, bohemio, hippie y rebelde. Tampoco era otras corporizaciones
posibles: ni un tanguero de arrabal, ni un colectivero loco, ni un
ídolo del fútbol en blanco y negro. Era simplemente alguien que
había tomado una decisión en un momento de su vida. Una decisión
que mantuvo siempre, a pesar de sus vacilaciones. Una decisión que
lo llevó lejos de todo.
¿Cómo fue que emprendió ese viaje
sin destino?¿Por qué lo hizo? Beto decidió un mal día cerrar
todo, guardar todo, dejar todo y partir. Cargó en su morral algunos
objetos que lo ataban a su lugar. Caminó por ese cosmos terrenal,
sin brújula y sin radio. Caminó por sus calles planetarias durante
décadas, milenios. Atravesó el tiempo y la distancia tan rápido
como un haz de luz que se cuela de pronto en una habitación oscura.
Sí, pasó todo muy rápido, de un
tirón. Y fueron mucho más que quince años de periplo. Un pestañeo
y ya su vida quedó a la deriva, flotando en el espacio. Llegó tan
lejos como nadie pudo antes. Lo tenía todo: todo aquello a lo que
podía aspirar la civilización; el saber, la riqueza, la valentía,
el heroísmo, la grandeza. Lo tenía todo, pero no tenía nada.
El Beto que encontré ya no tenía
versos, apenas conservaba algo de poesía flaca en sus entrañas.
Había perdido la guitarra en algún lugar, a años luz de aquí.
Quiero creer que no había olvidado la música, que en sus oídos aún
resonaba el eco entristecido de una melodía.
El Beto que conocí, con el que
conversé un rato, buscaba desesperadamente un norte en su burbuja.
Su equipo tan precario ya no servía para hacer contacto con nadie.
Estaba desorientado y abrumado.
Me contó que cuando por fin abrió los
ojos se vio muy lejos de su Haedo. Que se dio cuenta de que él, que
había llegado tan alto, no tenía nada. Que añoraba todo, hasta lo
más nimio: el café de la esquina, los mates amargos en el umbral de
su casa, los camiones de basura, su vieja. Que ya no recordaba la
última vez que fue a la cancha a ver a River. Que ya no silbaba
ningún tango ni por casualidad.
—¿Por qué no volvés? —le
pregunté—. Si no podés más de soledad.
Me devolvió una mirada silenciosa, de
ojos rosados que enseguida buscaron un horizonte inexistente.
Sentado ahí, en la cima de todo, amo
entre los amos del aire, muy cerca del cielo que tanto buscó sin
alcanzar, me confesó su resignación. Murmuró algo parecido al
arrepentimiento.
—¿Por qué habrás venido hasta
aquí, Beto? —le recriminé.
—¿Por qué habré venido hasta aquí?
—repitió él.
Lo dejé ahí, contemplando su triste
sombra. Me fui sin darme vuelta para no verlo otra vez. Contagiado de
su resignación. Pensando que cuando lo encuentren tal vez podrán
rescatar su anillo y comprender el signo de su alma que llevaba
inscripto.
Imagen: dibujo extraído
de la historieta Golan Tarma y el viaje infinito (Textos: Hugo
Tabachnik – Dibujos: Jorge Pistocchi), publicado en la revista
Pelo, año IV, Nº 38, 1973.